viernes, 24 de marzo de 2023

Matar con una libélula.

 

Matar con una libélula.


Hace unos días, en una charla de un grupo de amigos, no recuerdo cómo salió el tema de qué forma elegiríamos su tuviéramos que matar a alguien. 

Era una pregunta sin propósito específico, en la que los presentes ponían pegas a las respuestas que los demás daban. Llegado mi turno, yo dije que si tuviera que matar, mataría con alguna sustancia en una dosis suficientemente letal. Y los demás inmediatamente me pusieron como pega que si le hacían la autopsia al cadáver, inmediatamente saldría la sustancia responsable y eso podría llevar a la policía hasta mí. 

Yo repliqué que en parte era cierto, pero que había cientos de sustancias que se podían usar con el fin de matar a alguien, y que no aparecerían en la autopsia ni en los análisis de un forense, ya que sólo se encuentra lo que se busca, y muchas de las sustancias a las que yo (y cualquiera que se lo curre un poco en Internet) tienen acceso -de forma legal- son indetectables porque son tan nuevas que ni sospechando el uso de una sustancia, era nada fácil que dieran con ellas.

Esto les sorprendió. Todos asumían que con un simple análisis de sangre de una autopsia, aparecían las sustancias que había en el cuerpo y que podían hacer causado algún efecto, que no existían sustancias que no se pudieran encontrar (como si algo así fuera sólo propio de algún veneno secreto ruso) y que, si era como yo decía, todo el mundo mataría con alguna de esas sustancias que se podían comprar legalmente por Internet.

Y les conté a los que no tenían conocimiento del tema, lo que eran los research chemicals y cómo funcionaba el asunto: cómo primero aparecían en el mercado, y en muchos casos, eran sustancias derivadas de otras conocidas pero no “existían” en las bases de datos que detectaban las sustancias que había en una muestra de sangre, porque eran demasiado nuevas y desconocidas. De hecho, por eso hablamos de research chemicals: sustancia químicas de (o en) investigación. De hecho todo lo que tomamos ha sido un research chemical hasta que ha dejado de serlo, pero hace décadas ya que se convirtió en un eufemismo al mismo tiempo para referirse a drogas psicoactivas legales, porque no habían sido todavía prohibidas (en la mayoría de los casos).


A algunos de los presentes les sonaba demasiado a película todo eso, incluso el que existieran drogas que eran legales y que se podían comprar por Internet, así que les mostré algunas webs y sus catálogos. Y en ello andaba cuando recordé una excepcional charla que tuve con una persona hace casi una década: una persona que había usado una de esas sustancias para matar (más bien diría para ejecutar), y cómo me lo contó cuando nos conocimos. Y les conté la historia.




El sujeto, un joven de unos 30 años que pululaba por los foros de drogas más avanzados y que usaba como nick “Libélula”

En esos foros, sus integrantes nos conocemos perfectamente, porque somos pocos y especialmente los que tenemos un conocimiento exhaustivo de esos asuntos (normalmente porque además, somos los que asumimos los riesgos de probar esas drogas “sin apenas historial de uso humano” y compartimos la información, ya que es nuestra mayor protección al exponernos a un comportamiento de riesgo semejante). Y resultó que el sujeto, era de una ciudad cercana a la mía, otra capital de provincia de tamaño pequeño, donde no existen círculos sociales de personas que anden metidas en estos temas. 

Así que eso hizo que hiciéramos algo de trato, compartiéramos alguna cosa y mantuviéramos comunicación vía email. Pero además, por motivos personales, ese chico -Libélula, le llamaremos, aunque también nos presentamos, llegado el momento, por nuestros nombres reales- tenía que pasar por mi ciudad y me ofreció quedar para tomar un café y charlar un rato cara a cara. Algo que siendo “Drogoteca” me ha pasado muchas veces, pero normalmente he rechazado el asunto porque valoro mi privacidad y porque los proponentes no resultaban suficientemente interesantes, sino que simplemente les apetecía conocerme (y no me mola nada ser “la mujer barbuda” en el circo de la vida y las drogas).


Pero en su caso, y dado el nivel de conocimiento que tenía en diversos campos, de la farmacología, la fisiología, la química y otros relacionados con las drogas y los asuntos que nos habían “unido”, acepté quedar en un bar cerca de mi casa para conocernos y charlar. Sabía que si el personaje no me gustaba o que si era alguien con intereses raros, me valía con poner una excusa y desaparecer. Pero no fue así. 

Quedamos y, a la tarde, tras comer, nos conocimos en una cafetería y nos sentamos a charlar. No recuerdo la charla en sí, entiendo que iría en general sobre drogas y todo su complejo mundo. No la recuerdo, porque llegó un momento en que la charla entró en un tema que superaba con creces todo lo que podía esperar.


Entró en el bar el típico tío mayor de 65 años, físicamente mal cuidado, bravucón y faltón, chillón... Vamos, uno de esos que si lo tienes al lado, te vas. Y yo le vi el gesto de desprecio que se le puso en la cara al ver al tipo. Por un lado no me sorprendió, porque era despreciable, pero por otro me extrañó, ya que él no vivía en esta ciudad y no era posible que le volviera a ver (y por supuesto, ni se le ocurrió venir a molestarnos a nosotros).


Le pregunté qué pasaba, y ahí comenzó la conversación que no olvidaré.

La voy a relatar de la forma más fiel que recuerdo, aunque como digo, hacen unos 10 años de ella.


-Yo: ¿Qué te pasa?


-Libélula: Nada. Que ese payaso me ha recordado a alguien de quien prefiero no acordarme.


Al decir eso, no pudo evitar mirar para abajo y disimular una breve sonrisa con cierto punto de satisfacción.


-Y:¿Por qué sonríes? ¿Qué te ha hecho gracia de eso que te ha recordado?


-L:Es una historia un poco fuerte. No sé si me apetece hablar de ella realmente...


-Y:No creo que me vaya a asustar a estas alturas de mi vida. Pero no quiero forzarte a entrar en temas que te puedan hacer sentir incómodo. Hemos venido a disfrutar de un café, así que olvida la pregunta.


-L:No, no es que me haga sentir incómodo. Simplemente, no es algo que haya compartido con nadie, salvo con mi pareja, porque aparte de que me podría ir la vida en ello, creo que muy poca gente entendería lo que hice, y me considerarían algo que no soy. No tengo claro si tú podrías entenderme -aunque no busco aprobación- pero de nada vale hablar de un tema así con ciertas mentes que, de entrada, están cerradas a entender que alguien dé ciertos pasos que entran muy dentro de lo ilegal, y no hablo de crímenes sin víctimas como serían las cuestiones de drogas.


-Y:¿Me hablas de un crimen con víctima? No será para tanto, hombre...


Dije yo intentando quitar hierro al asunto.


-L:Te hablo de verte moralmente obligado a matar a una persona, y actuar en consecuencia....


Se hizo un silencio extraño, no incómodo, curioso en cuanto a que era eso de “verse obligado moralmente a matar a una persona”. Y me pudo absolutamente la curiosidad. Debo decir que de entrada no me podía esperar algo así del tipo que tenía delante: para nada era alguien con matices violentos o agresivos, ni en el lenguaje ni en sus maneras. Era alguien educado y agradable, considerado, que sabía manejar las formas y los tiempos. ¿Matar? No pude evitarlo....


-Y: Cuéntamelo. Te doy mi palabra de que no saldrá de este lugar y de que no te voy a juzgar ni a emitir opiniones sobre lo que me digas si no las pides. Pero ahora, no me puedes dejar así....


Libélula juntó las manos, ligeramente escondió su cabeza tras ellas, y desde esa posición me miró a los ojos. Se quedó callado mirándome fijamente durante unos largos segundos, que podría ser medio minuto tal vez, y entonces dijo:


-L:Muy bien. Voy a hacer una excepción y espero no arrepentirme de ello. Aunque por lo que ahora mismo conozco de ti, creo que si ni hubieras actuado como yo, no hubiera sido por falta de ganas sino por las limitaciones morales y éticas que cada persona tiene con respecto a quitar una vida. Creo que eres de las pocas personas que lo puede entender, además de por su lado técnico, por su lado ético.


Y esta fue la narración de aquel acto, complejo de evaluar, al que una persona que no era un “justiciero” que fuera buscando “malos a los que castigar”, se vio compelido a ejecutar.


Al parecer, en su ciudad, frecuentaba un bar hacía la hora de comer ya que su pareja trabajaba a turno completo y no podían comer juntos, así que comía con una cerveza y unas tapas en un bar de barrio de su ciudad, también cerca de su casa. Un día, estando en el borde de la puerta fumando un cigarro, tras haber comido y con un café en el mano, se le acercó uno de esos clientes que conoces de vista del bar pero con quien no tienes el menor interés en relacionarte. Un cliente que, por lo que me describió, era muy similar al gorila descerebrado que había entrado momentos antes en donde nos encontrábamos. Es la socialización que provoca el tabaco, que al estar prohibido dentro de los bares, todos los fumadores salen a consumirlo a la misma puerta, y eso genera relaciones casuales, normalmente intrascendentes, pero en esta ocasión no fue así.


El tipo en cuestión, un gordo jubilado que había sido camionero toda su vida según contaba, empezó a desbarrar sobre cualquier cosa: era un borrachuzo que iba buscando atención de bar en bar y cuya opinión valía mucho menos que el silencio. La cosa no iba más allá de ser otro cafre que se metía con los inmigrantes, con los jóvenes, con los nuevos tiempos en general. Hasta que presenció una situación que le hizo saltar: una mujer conduciendo, había pitado a un coche que se le había cruzado de golpe y casi le hace chocar con él. 

En ese momento, el borrachuzo dijo en voz clara y alta: “...otra puta a que habría que matar!!”, refiriéndose a la conductora que, justamente, era la víctima de la mala conducción del otro coche y tenía toda la razón del mundo para pitarle por su acción.


Libélula no se inmutó ante el comentario, y siguió allí mientras el tipo iba a por otro botellín de cerveza. Y al volver a la puerta con el nuevo botellín, fue cuando le hizo la confesión que nunca debió haber hecho: “A las putas como esa había que prohibirles conducir, o sacarlas de la carretera a la primera oportunidad. Cuando aún conducía el camión, hubo una zorra que llegando a la altura de **ponga el lector aquí el nombre de un pueblo pequeño cercano a su capital de la provincia** se puso a pitarme porque no conseguía adelantarme con el camión. ¡¡Una polla le iba a dar paso a una guarra así!! 

Hasta que llegamos a una recta donde se puso a acelerar y a adelantarme. No me lo pensé dos veces: empecé a echar el camión contra el otro carril, viendo que no venía nadie ni había nadie detrás, y la saqué de la carretera. El coche dio más vueltas de campana que un bombo de lotería, y a tomar por culo la hija de puta. Una zorra menos.”


En ese momento Libélula se quedó helado. En primer lugar porque alguien fuera capaz de hacer algo así a otra persona, simplemente porque te están adelantando con el coche, En segundo lugar, porque la ruta que había mencionado el camionero, era la que su mujer tomaba cada día para ir y venir del trabajo. Libélula me dijo que en ese momento sintió algo que nunca había sentido jamás: como si un espíritu no deseado se hubiera metido en su cuerpo, y le estuviera generando emociones de odio e ira que nunca antes -ni después- había experimentado.


Libélula le preguntó al camionero qué le pasó a esa mujer. Y este le contestó con toda la calma: “Allí murió la marrana. Y me alegro. Además, el delito ya prescribió, así que no me pueden hacer nada.”


Libélula se metió para dentro del bar, terminó de un sorbo el café, pagó y se fue rápidamente. Caminó en cierto estado de shock intentando asumir lo que acababa de escuchar: el asesinato de una persona por pura diversión, y el asesino jactándose de ello y de su impunidad legal por los años transcurridos.


Cuando llegó a casa intentó tranquilizarse y pensó que posiblemente la historia era mentira, que era una fantasmada de un tarado que pretendía hacerse el gorila ante un desconocido en el bar. Pero la historia escuchada siguió atormentándole, sobre todo en su cabeza resonaban las palabras del tipo cuando disfrutando decía “Además, el delito ya prescribió y no me pueden hacer nada.”.


Intentó borrar todo aquello de su cabeza y olvidarlo como si fuera todo mentira. Pero como decía, escuchar aquello, tal y como lo dijo aquel tipo, hizo que un espíritu se le metiera dentro y no le dejase descansar, haciendo que la escena se repitiera una y otra vez en su cabeza. Además, empezó a pensar en su pareja, que precisamente a esas horas debía estar volviendo a casa, por esa misma carretera. Y el mero hecho de imaginar que alguien podía hacerle algo así a su chica, le hacía levantarse nervioso y empezar a moverse de un lado a otro como si quisiera hacer algo.... sin saber qué hacer.


Así pasaron unos días, y no había podido quitárselo de la cabeza. De hecho, había empezado a hacer una búsqueda en Internet y en periódicos locales sobre los accidentes acaecidos en ese tramo de carretera, que hubiera ocurrido hace más de 20 años (que sería el periodo necesario para que un delito de asesinato prescribiera, tal y como se jactaba el camionero). 

La carretera ya no era la misma que hace 20 años, porque en este tiempo se había desdoblado en una autovía. Pero esto era así desde hacía poco más de una década. Anteriormente era una carretera con dos carriles, como la mayoría de carreteras de la red general en el país. Y era cierto que era una tramo de carretera que contaba con un alto número de accidentes, por las curvas que tenía y porque era una ruta usada por conductores portugueses, que tenían fama merecida de conducir temerariamente y provocando todo tipo de siniestros.


Y tras mucho buscar, repasando años de periódicos locales, encontró 2 accidentes en un periodo de 5 años, que podían encajar con lo que contó el camionero. ¿Todo aquello sería cierto o no era más que una paranoia que él se había montado a raíz de un comentario de un borrachuzo? Tenía que saberlo, habiendo dedicado el tiempo que había dedicado a aquello, no podía quedarse ahí. 

Y la única forma de poder salir de dudas, por desgracia, era volver a tratar con ese tipo y tirarle de la lengua. La idea le repugnaba, pero mucho más le alteraba la idea de dejar el asunto en ese punto y tratar de olvidarlo, sabiendo que no lo conseguiría. Así que, haciendo de tripas corazón, empezó a coincidir más con el camionero en el bar, a salir a fumar cuando el otro salía, y a ir labrando cierta “amistad” en la que se presentaba como un tipo totalmente diferente a sí mismo: alguien que era afín a la forma de pensar del borrachuzo. Y poco a poco, en unas semanas y pagando unos cuantos botellines y alguna tapa, el camionero según le veía en el bar iba disparado a su lado como su se encontrase con su mejor amigo. Y de esa forma, dejándole hablar y sacándole ciertos temas casualmente, varias veces le volvió a contar el asunto (parecía que era de lo que más orgulloso se sentía en su trayecto vital), y eso le dio pie a Libélula para meter alguna pregunta que le ayudara a discernir si la historia era cierta, y de serlo, cuál era el accidente mortal que había provocado él. 

Hasta que en esas conversaciones que parecían casuales, dio algunos datos que sirvieron para determinar cuál era el que decía haber causado, como el tramo horario en el que ocurrió, el modelo de coche y el color, y la edad aproximada de la conductora que tan grave pecado cometió como para merecer la muerte.


¿Y ahora qué? Era cierto, y lo había comprobado consultando a la policía y a un par de abogados amigos, que el delito ya no era procesable aunque se pudiera demostrar, ni siquiera aunque lo declarase bajo juramento el propio asesino. Así son las cosas. Prescripción y se acabó. ¿Dónde quedaba la justicia en algo así? ¿Puede una persona matar a otra de esa forma e ir contándolo como hecho divertido a los conocidos del barrio con lo que coincidía en un bar? ¿Nadie podía hacer nada? ¿Era justo?


Libélula pasó días dando vueltas a esas preguntas en su cabeza, incluso llegó a soñar con el accidente en sí, y me contó que siempre despertaba cuando el coche paraba de dar vueltas de campana y los ojos de la conductora -ya muerta- quedaban mirándole como si él estuviera presente en aquel lugar. Según me dijo era torturante, e incluso, aunque la carretera ya era una autovía, el tiempo en el que su pareja estaba en camino hacia o desde el trabajo, sufría una ansiedad creciente que sólo controlaba a base de ansiolíticos, alcohol u otras drogas. Aquello, le estaba pasando una factura que no sabía cómo manejar.


Hasta que le planteó la historia a algunos conocidos por Internet, en forma de dilema moral, para ver qué harían ellos si se vieran en dicha situación: saber a ciencia cierta que una persona era un asesino y que la ley no podía hacer nada ya. Me dijo que todos contestaron como si fueran a hacer algo, desde pegarle una paliza a empapelar las calles del barrio con carteles con la historia y su foto, hasta que alguien dijo que la cuestión era simple para él: “Se merece la muerte.” Y esa persona añadió: “Es más, si no tuvo problema en matar a una mujer sin motivo alguno... ¿qué impide que haga daño de otras formas a otras personas que tampoco puedan defenderse?”


Libélula estaba de acuerdo con que había que hacer algo, que uno no podía vivir tranquilo tras haber recibido una información semejante sin hacer nada. Y aunque lo de darle una paliza o empapelar las calles con la denuncia pública de lo acontecido, eran ideas que no le desagradaban...¿era buena idea generarle más odio interno a un desgraciado de ese tipo? ¿No podría ser el desencadenante de otra acción de consecuencias imprevistas para una tercera persona?


Quedaba una opción. Matarle.


En este punto del relato, Libélula paró. Se quedó callado mirando hacia abajo, y cuando levantó la mirada, clavó sus ojos en los míos y me preguntó:


-L:¿Alguna vez te has planteado, hasta las últimas consecuencias, matar a alguien?


Me quedé en silencio. En mi mente busqué ocasiones en que hubiera deseado matar a alguien, y mentiría si dijera que no las encontré, pero eran todas personales. Todas respondían a una venganza propia, y no eran equiparables al supuesto que se me planteaba. Le contesté:


-Y:No de esa forma. Me lo he planteado pero era satisfacer el deseo de venganza personal, y no el dilema ante el que me has llevado. Pero ahora te pregunto yo a ti... ¿cuál era tu ganancia en llevar a cabo algo así? ¿Qué sacabas tú de todo ello?


No dudo ni un segundo en contestarme.


-L:Paz. Que aquello que se me había metido dentro cuando, sin yo elegirlo, me hicieron poseedor de dicho conocimiento, quedase en paz. No tengo vocación de justiciero, nunca he empleado la violencia física salvo para defenderme si me atacaban, y posiblemente eso haya ocurrido 3 o 4 veces en toda mi vida. Es más, si hubiera podido pagar todo lo que tenía porque nunca me hubieran revelado esa información y hubiera podido seguir con mi vida normal y mis preocupaciones habituales, lo hubiera pagado de buen grado. Pero no podía ser ya. Me sentía una víctima más al conocer esa historia por el estado en el que me había hecho entrar, pero no hacer nada en absoluto, me hacía sentirme como cómplice. Y no acepto ser una víctima de los actos de un miserable que no merece el aire que respira, pero menos aún acepto sentirme cómplice con mi silencio o mi inacción. Aunque la ley diga que semejante acto ha prescrito... ¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿Qué sólo Dios puede juzgarlo? No creo en Dios ni en la justicia divina, no creo en el karma. Pero sí creo en tener pesadillas con un asesinato, ver al asesino reírse de ello, y en tener que tupirme a ansiolíticos para que mi cerebro no explote sabiendo que ese tipo se pasea jactándose mientras una persona ha muerto y sus familiares experimentan durante décadas un dolor que no puedo ni imaginar, y son aseteados por preguntas sin respuesta que nadie va a poder contestarles.


Se relajó, se reclinó en la silla, me miró y me preguntó:


-L: ¿Si un día tu pareja, tu hermana o tu madre, mientras conducen tocan el claxon a un coche, y el conductor se baja y le mete una paliza a tu familiar... qué harías?


-Y: Lo buscaría sin cesar hasta encontrarlo y posiblemente lo mataría sin pensarlo demasiado. Y sin importarme las consecuencias.


-L: ¿Y si en vez de una paliza, lo que hiciera fuera matarlas.... entonces qué harías?


Me quedé callado. Como si me hubieran atrapado con un razonamiento cuya conclusión es inevitable por mucho que no te acabe de gustar. La respuesta hubiera sido la misma que a la pregunta anterior, lo cual adolecía de cierta lógica por ser distinto el daño y por ende, la proporción en el castigo. Pero sabía que era así. Por primera vez en toda la tarde, sentí un odio intenso, seguramente similar al que atormentó durante un tiempo a Libélula. Por primera vez, no pude pensar, sino sólo sentir... y desear la muerte a aquel desconocido camionero del que me habían contado la historia. Es más, la muerte no me parecía ya un castigo suficiente. La muerte se me hacía pequeña comparado con el dolor que su acción debió causar a toda su familia, su gente, sus amigos.... todo por tocar el claxon a un psicópata mientras conducía. No contesté a su pregunta. Ya sólo quería saber qué había pasado. Realmente, lo que quería saber era que lo había matado.


-Y:¿Qué hiciste? ¿Lo hiciste? ¿Y si lo hiciste, cómo lo hiciste para evitarte las consecuencias?


Su rostro ya había perdido toda la tensión que había ido acumulando mientras me contaba la historia. Tenía la expresión plácida, contenida y elegantemente alegre de un jugador de ajedrez que ha conseguido darle la vuelta a una partida que iba perdiendo y que había terminado por encontrarle la forma de ganarla.


-L: ¿Qué iba a hacer? No tenía otra opción. Había llegado a un punto en que todas las opciones eran complicadas y podían tener consecuencias, algunas terribles. Pero la peor de todas, era no hacer nada. Yo no sé si hubiera podido vivir con eso el resto de mi vida. Verle pasear por mi barrio de bar en bar y por la noche despertarme empapado, temblando viendo los ojos muertos de alguien que, aunque no fuera de mi familia, podía haberlo sido. Podía haber sido cualquiera. Ese era el problema. Ese tipo no era un loco vengativo, no era alguien peligroso con quien más vale no meterse. Ese tipo era un cobarde que nunca se hubiera atrevido a plantar cara a nadie, pero que seguía experimentando placer sabiendo que había asesinado a alguien que ni conocía, por puro placer... o si lo quieres ver de otra forma, por el “terrible pecado” de que le hubieran tocado el claxon mientras conducía. Yo no quería saber nada de aquello, me lo volcó encima sin preguntar: me introdujo en esa historia sin permiso, y también sin saber las consecuencias que eso iba a generarle. No me gusta la violencia, me repele. Pero menos aún me gusta la injusticia. Y lo siento mucho, señor juez, pero si para la ley ha prescrito, que sea la ley la que lidie con todo lo que me provocó. Nadie podía hacer nada, nadie podía ayudarme. Nadie, excepto yo mismo. No tuve elección si quería recuperar mi vida, que aunque suene poético, es totalmente prosaico. Tuve que tomar la medicina que contrarrestase el virus infernal que había entrado aquel día por mis oídos. Y por supuesto que lo hice. No siento orgullo por ello, ni placer por haber quitado del mundo a una escoria semejante. No siento nada con respecto a ello. Como mucho, siento que hice lo único que podía hacer. Y no me arrepiento de haberlo hecho. Pero me estaría arrepintiendo para siempre de haber sido un cómplice en el silencio.


-Y:¿Cómo lo hiciste? Si es que puedes contestarme, porque entiendo que no lo hagas: asumiste la posibilidad de unas consecuencias brutales para tu vida si te hubieran cogido, y aún estás en riesgo legal. Tu acto no ha prescrito para la ley...


-L:Te lo voy a decir. Primero porque me ha quedado claro que has entendido todos los matices de la historia, y segundo porque tengo la sensación de que si hubieras sido tú el que hubiera recibido ese veneno, seguramente también hubieras acabado tomando una opción radical.


Se tomó unos segundos, inspiró, expiró. Miró hacia los lados y se acercó hacía mí con los codos sobre la mesa, y con un volumen de voz más bajo me preguntó:


-L:¿Cuál es mi nick en el foro donde nos conocimos?


-Y: Libélula... ¿no?


-L:No siempre fue ese. Antes usaba otro. Pero lo había “quemado” buscando información sobre research chemicals que fueran potencialmente mortales a dosis muy bajas, de menos de 25 mgs. Y tú sí sabes lo que significa “Libélula”, aparte de un insecto... ¿verdad?


Me dijo con cierto aire malicioso, como si su mayor secreto fuera algo que siempre había estado a la vista.


-Y: Creo que sí sé a qué te refieres. Es el sobrenombre traducido al castellano del compuesto Bromo-Dragonfly... ¿te lo cargaste con una sobredosis de Bromo-Dragonfly?


-L: Con el tiempo que me tocó pasar con él hasta que tuve claro qué accidente era el que cometió, sabía todo lo que bebía y lo que comía en el bar. Echarlo en una bebida, aunque fuera disuelto, me parecía una mala idea, porque me parecía que era más sencillo para que no se notase demasiado su sabor que fuera disuelto en una salsa. El día anterior, me llevé a casa una ración de las albóndigas con salsa que el tipo devoraba cada vez que iba a ese bar. Retiré una pequeña cantidad de la salsa, la calenté y disolví el producto. Lo guardé en una jeringuilla que congelé hasta el día siguiente a la hora de ir al bar. El resto fue sentarme en el lugar apropiado antes de que él llegase, y tener la suerte de que todo fuera como un día normal. Y lo fue. Se sentó a mi lado derecho, pidió bebida y su tapa de albóndigas, y cuando se giró a mirar la televisión, apreté la jeringuilla que llevaba en la mano en la salsa de su tapa. Pensé que notaría el sabor metálico que dicen que tiene, pero no pareció darse cuenta. Lo tragó como cualquier otro día, e incluso rebañó bien con pan. Luego el camarero, metió el plato con el resto de vajilla y vasos en el lavavajillas y todo resto desapareció.


-Y: ¿Y después qué pasó? Ese compuesto tarda más de una hora en hacer efecto...¿no?


-L: Después había que tragar saliva, y comportarse como cualquier otro día. No sabía si funcionaría, aunque tenía la esperanza de que al ser un tipo viejo con un montón de patologías pre-existentes, aquello fuera más que suficiente. Pedí un café, salí a tomarlo fumando mi cigarro a la puerta. Él salió como los demás días a que le hicieran caso, y yo estaba tan nervioso que no recuerdo ni de qué hablamos. Sólo recuerdo que me costaba no sonreír con alegría. Entré, pagué y como otros días, me fui. Sólo pensaba en ir hasta un callejón que hay a unos 50 metros del bar, que discurre entre una tapia de una escuela y las ventanas traseras de un viejo edificio, y en el que hay una alcantarilla donde podía deshacerme de la jeringuilla. Y así lo hice. Luego seguí hasta mi casa y me lavé bien las manos por si algo me había salpicado. Me cambié de camisa, la metí a lavar con el resto de la ropa. Habían pasado unos 45 minutos, y la tensión del momento no me dejaba estar quieto. Así que me bajé a la calle a dar un paseo, por la zona de los siguientes bares que visitaba, ya que este tipo hacía la misma ruta cada día, esperando ver o escuchar algo, un ambulancia, gritos, alboroto.... algo!!


-Y: ¿Y qué pasó?


-L: Pues lo que tenía que pasar. En el siguiente bar al que el tipo solía ir, tras pedir un botellín y sentarse, en un momento dado parece ser que cayó a plomo. No estaba muerto, pero al caer se había golpeado brutalmente en la cabeza, dado su peso y que parece ser que ni reaccionó intentando parar el golpe con las manos. Al parecer instantes antes había hecho algunos comentarios sin sentido para los presentes, y tras la caída y el golpe, empezó a echar espuma por la boca. Pensaron inicialmente que era un ictus o un derrame cerebral. La ambulancia se escuchaba llegar casi al mismo tiempo que yo me acercaba al bar. Cuando entraron estaba en parada, y le intentaron hacer la RCP para resucitarlo. La calle se llenó de gente que miraba desde la otra acera. Al cabo de menos de media hora, detuvieron las maniobras de resucitación y le taparon con una manta térmica de esas. Game over. Ahora sí había prescrito.


-Y: ¿Y le hicieron autopsia?


-L: Lo dudo mucho. Al día siguiente, los bares de la zona y el portal de la casa donde vivían tenían su esquela puesta. Dada la edad y su estado, más la ostia en la cabeza, lo darían por muerte natural. La historia había terminado, nunca más volví a saber nada del tipo.


Nos quedamos en silencio los dos, mirándonos y con una sonrisa que se dibujaba en la cara. No puedo saber qué sentía él, pero yo tenía la extraña sensación de que con un envenenamiento intencional se había hecho justicia a un crimen que la ley ya no podía ni juzgar. No me atrevería a decir que estaba bien, pero tenía la profunda impresión de que no estaba mal. Por último le pregunté:


-Y:¿Cómo te sentiste? ¿Conseguiste la paz que buscabas?


-L: Si te soy sincero, primero me sentí aliviado. Durante todo el asunto me había centrado en el proceso en sí mismo y había obviado las posibles consecuencias para mí. Pero una vez hecho, esa fue mi mayor tensión durante los momentos siguientes. Y una vez que fui consciente de que todo había pasado y que nadie iba a mover ni un dedo en dicho asunto, porque no había motivos para ello, me invadió una extrema sensación de paz y cierta felicidad, similar a la que tienes cuando terminas un trabajo que te ha implicado mucho tiempo y por fin se ha terminado satisfactoriamente. En cuanto a mis pesadillas, desaparecieron desde el primer día. Dormí como un niño, y en poco tiempo dejé de usar ansiolíticos. Aunque de todo esto sí me ha quedado algo de miedo a la carretera, da igual en ciudad que fuera: hay mucho psicópata que sólo necesitan del volante para dar salida al monstruo que llevan dentro. ¿No has visto el otro día lo de un guardia civil que por un accidente de tráfico ha ejecutado con 5 balazos en la cabeza al otro conductor, un marroquí que intentó huir corriendo cuando le vio con el arma? Un primer balazo en la cabeza y otros 4 estando ya en el suelo.... ¿Cuántos psicópatas hay que van con un volante en las manos en las carreteras?




La conversación se desvió ya por otros derroteros a partir de ese punto, y poco después habíamos llegado al límite de tiempo que teníamos para ese café. Nos despedimos amistosamente, y reconozco que disfruté conociendo al tipo y esa historia. Nunca más volvimos a vernos aunque alguna vez más cruzamos algún email, pero hace ya años que no tengo noticias de él. Espero que esté bien, y sobre todo, que siga en paz.


Y que esa paz nunca prescriba.


PS: Esto es una historia de ficción, y cualquier parecido con la realidad en las situaciones o los personajes, es fruto de la mera casualidad. No hay que buscarle más pies al gato, la moraleja es la que es en cada historia, sea fábula o hecho histórico.





jueves, 13 de octubre de 2022

Sexo y drogas: afrodisíacos

Desde que el ser humano tiene consciencia de su existencia, limitada temporalmente y regida en buena parte por la búsqueda del placer, ha separado la sexualidad de la procreación.
De forma diferente que casi todos los animales, que buscan o aceptan relaciones sexuales como vía para perpetuar su especie, nosotros y unos pocos animales evolutivamente avanzados, como algunos primates y los delfines, tenemos una conciencia del placer sexual, que buscamos de forma activa y no dependiente de su función biológica.

Sabemos que tras las necesidades básicas de supervivencia, como el respirar, beber y comer, tenemos una serie de necesidades igualmente importantes para el desarrollo de la persona.
Son las necesidades de relación, a todos los niveles, como la del lenguaje, la de sentirse parte de un grupo, la del contacto físico, y las relaciones sexuales que implican intimidad y placer.




No puedo ponerme a analizar lo que ha sido el sexo en cada momento histórico, las prohibiciones que han pesado (y pesan) sobre él o el uso ritual que se le ha dado en cada momento y cultura.
Pero todas las culturas y las épocas, parecen tener en común un hecho: han buscado afrodisíacos. Podían ser comestibles o bebibles, objetos, o actos mágicos. Pero han agradecido la existencia de esas etéreas ayudas que les permitían mejorar su deseo sexual o la realización de sus actos.
El origen del término "afrodisíaco" se encuentra en la dios griega Afrodita, diosa de la lujuria, la belleza y el amor carnal.

Hace poco ha caído en mis manos el libro "Las plantas de Venus" (Venus es la equivalente romana de Afrodita), que está editado por Ediciones Cañamo, y ha resultado decepcionante su lectura. Podría ser un libro que hiciera un repaso histórico del uso de ciertas plantas, o un manual de uso de las opciones actuales, para aquellos que quieran probar las posibilidades vegetales que se nombran. Pero no es más que un compendio de algunas plantas que por una u otra razón, se les han atribuido poderes afrodisíacos a lo largo de la historia. No sirve pues como guía para el uso, ya que no habla de como usar ni de las dosis a emplear de manera que pudieran ser útiles.
Por si eso no bastase, el libro incluye algunas plantas que son bastante peligrosas de usar, porque más que otra cosa son tóxicas y mortales si uno se excede en la dosis (casi todas solanáceas). Y no parece seguir más que la lógica ya mencionada, la de nombrar y comentar por encima algo sobre cada planta, ya que mezcla en su oferta de plantas afrodisíacas vegetales que sus principios activos son totalmente opuestos: narcóticos como el de la adormidera del opio, estimulantes como los de la efedra y la coca, psiquedélicos como el del san pedro o las semillas que contienen ergina o amida del ácido lisérgico, y alucinógenos puros como los del estramonio.

Si un farmacólogo ve el orden que sigue el libro, diría que no tiene ni pies ni cabeza, al ofrecer sustancias tan dispares para conseguir un mayor deseo sexual o una mayor potencia. Y así es.
Pero a lo largo de la historia se le han atribuido propiedades afrodisíacas a todo aquello que fuera capaz de provocar un cambio mayor o menor en nuestra conciencia, en nuestros sistemas psíquicos de autocontrol o en nuestra percepción.

¿Por qué esto es así?
Pues porque a falta de conocer con precisión cuales son los mecanismos que regulan nuestro deseo y nuestro impulso sexual, podía servir casi cualquier cosa que provocase un efecto y que nosotros creyéramos que dicho efecto nos convertiría en dioses del sexo. Es decir, casi todas ellas han funcionado en algún momento y con alguna persona, por ser un placebo que químicamente estaba apoyado por un ligero efecto sobre nuestra psique.

Sería arriesgado decir que no existe ningún afrodisíaco en realidad, más que la propia creencia de que existe. Pero aunque es arriesgado, no está lejos de ser verdad del todo.

Si atendemos a nuestra cultura actual, el mayor afrodisíaco es el alcohol, que se toma con facilidad en cualquier evento social y que cumple además la función de ser una especie de lubricante social. Dadas las características complejas de los efectos del alcohol en nuestro cuerpo, que incluyen desde una leve alegría, a una efervescente exaltación de la amistad, y puede acabar con una perdida de control y desinhibición total, puede a algunas personas resultarles un afrodisíaco.
A una persona reprimida y tímida, que desea tener relaciones sexuales pero lo reprime por vergüenza o por otras cuestiones culturales, tal vez dos o tres copas de vino pueden hacerle saltar por encima de esas barreras autoimpuestas. No es la mejor manera, ya que al día siguiente recordará lo que ha hecho, y sera presa de la culpa ante su propio "pecado".
A una persona que le falte autoestima, tal vez bajo los efectos de un estimulante como la anfetamina o la cocaína, se pueda creer durante unas horas el rey de la pista, y sus actos más arriesgados o atrevidos pueden brindarle una noche de conquista, pero no hacen del estimulante un afrodisíaco.
Aunque no hay que olvidar, que esa "temeridad", puede tener consecuencias dependiendo del grado alcanzado, y una muy común es la de tener relaciones sexuales sin protección.
Así podríamos seguir con cada tipología de persona, y la sustancia que dada su barrera o bloqueo, podría ayudarle a lograr los favores de Afrodita, o más bien los favores de una súper breve terapia de autoayuda que le permitan superar los distintos miedos.

¿Quiere eso decir que no hay afrodisíacos de verdad? ¿Que no existen sustancias que si alguien las tomase se convirtiera en una persona ardorosa, excitada y abierta a cualquier relación sexual que pueda saciar ese desbocado apetito despierto?
Pues no. No los hay.
Al menos si entendemos de esa forma lo que es un afrodisíaco.

Alguien podría decirme que no es cierto, que sí que existe... y ponerme como ejemplo la famosa Viagra. En el mejor de los casos, le dará al varón una erección fuerte y duradera. Pero no le dará ni afectará en modo alguno al deseo sexual que pueda tener. No le excitará, ni le volverá ardoroso.

Si hablamos de Afrodita, no hablamos de tener un "músculo" duro. Hablamos de encender la pasión de alguien, o de una pareja que quiere un estímulo nuevo. Si los párrafos anteriores han logrado convencer al lector de que no existe la "cachondina" de las leyendas urbanas, podrá sacar algo provechoso de los siguientes.

Cada persona es un mundo, fisiológicamente, psicológicamente, y emocionalmente. Y si una pareja son dos personas, eso casi se convierte en tres mundos. No, la cuenta está bien echada.
Una pareja son dos personas con sus dos mundos, más un tercero que es el resultado de esa relación. De hecho, en diferentes relaciones con diferentes parejas, adoptamos diferentes roles.
Y no sería raro que lo que en una pareja nos excita, en otra pareja nos pueda dejar en "fuera de juego".

Cada pareja, en atención a lo que es y a sus integrantes, debería buscar sus propios afrodisíacos. Pero por norma, ni estimulantes ni narcóticos, ni enteógenos ni delirógenos, servirán para ese fin.

Hay una curiosa excepción a la que quería llegar.
Hay algunas sustancias, y alguna planta cuyos principios activos han sido calificados como entactógenos. ¿Qué quiere decir eso? La definición del término es algo así como "generadores de contacto profundo entre sujetos". Hablando en plata, producen un efecto en el que la persona busca el contacto profundo (psicológicamente hablando) con los demás.
Son la familia de la MDMA, que es la que mejor reproduce esos efectos.
No son enteógenos ya que no producen modificaciones de la percepción ni cambios anímicos tan fuertes e impredecibles como los que podría provocar la LSD o la mescalina.
Pero bajo su efecto ocurren ciertos cambios: eliminan la ansiedad, favorecen la comunicación, la confianza, la formación de lazos, y convierten el contacto físico en una experiencia muy grata, ya que se percibe de una forma diferente. Se podría decir que son las drogas del amor químico.
Aunque se ha promocionado el éxtasis o MDMA como un afrodisíaco genital, esto no es cierto.
No sólo no ayuda a conseguir una buena erección en el hombre, sino que la dificulta, y también hace difícil o imposible el alcanzar el orgasmo.

Una pena, ¿no?
Digamos que estas sustancias hacen que se generen momentos de una intimidad especial y casi mágica con las personas con las que la compartimos, y si esa persona es de otro sexo y nos resulta atractiva, las posibilidades de que se busque un encuentro físico, aumentan espectacularmente. Como todo, eso depende mucho el contexto, pero el efecto subjetivo facilita ese halo de "noche mágica" si las dos personas buscan un experiencia de comunicación más profunda, o un nuevo enfoque tal vez en sus relaciones.

Lo ideal en un afrodisíaco es que fuera capaz de unir esa sensación de deseo por el otro, junto a una estimulación sexual aumentada, o al menos, no limitada. Pero en este caso, no es tan simple como tomar una Viagra y tener una erección, sino que la experiencia con MDMA te hace pasar por una compleja observación de ti mismo, y no puede ser usada como algo para un "aquí te pillo y aquí te mato".
Existe una sustancia, creada por Shulgin en 1974 que produce un estado de alteración de la percepción, a dosis bajas parece resultar un entactógeno, y no sólo no molesta a los mecanismos sexuales del hombre para la erección y el orgasmo, sino que los potencia tanto en hombre como en mujer. Es la llamada 2C-B, que también existe en el mercado negro, y de la que otro día hablaré con más dedicación.

En el ámbito de lo vegetal, parece que los efectos de algunos Lotos y Nenúfares resultan también unos efectos muy agradables, suaves y que favorecen la comunicación y la intimidad, sobre todo si van con una pequeña dosis de alcohol, o macerados en un vino.
Pero este es un terreno del que aún se sabe poco, y no parece que haya interés en investigar ahí, así que la información procede de las experiencias de las personas que lo prueban.

En cualquier caso, ni bajo el efecto de la droga más avanzada, una persona conseguiría que otra que no le presta atención o no es de su agrado, se vuelva loca de deseo y sacie su apetito con quien sin droga no lo haría.
Seguramente y por mucho que se avance en este campo, no existirá nunca mejor afrodisíaco que el tener una buena autoestima, una agradable conversación, ser detallista y cuidadoso, y sobre todo nunca perder el sentido del juego y la provocación inteligente.

Quien pretenda cambiar la seducción por una pastilla, seguirá condenado al fracaso. Y siempre teniendo en cuenta que hacer que una persona tome CUALQUIER SUSTANCIA sin su conocimiento y su consentimiento, es un acto repugnante, cobarde, y con suerte penalmente sancionado.


P.S.: Aprovecho la ocasión para preguntaros a vosotros, los que leéis este blog, ¿cuáles son vuestros afrodisíacos preferidos? ¿alguna sustancia? ¿algún alimento?
Podéis dejar vuestras ideas y respuestas como un comentario más, pinchando en el link para comentarios al final de este texto.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Javier Marín. In memoriam.

 

Javier Marín. In memoriam.


Este es un texto complejo de escribir, y posiblemente también difícil de entender en sus aristas para quienes lo aborden. Puede parecer que es una cosa cuando pretende ser otra, y eso puede ocurrir en todos los sentidos. No pretende ser una hagiografía de Javier Marín, ni tampoco una afrenta a su memoria. Busca ser honesto en lo que puedo contar de la relación que se dio entre Javier y mi persona, revelando cosas que para la mayoría seguramente serán desconocidas y, es en ese punto, donde se puede malinterpretar las motivaciones de este último rato dedicado a un personaje que (con sus cosas buenas y malas) nunca dejo de ser una pieza extraña, moldeada a golpes por una vida intensa y que albergaba dolores complejos y difíciles de gestionar.


Javier nació en Madrid en pleno franquismo, en el año 1958. Venía de una familia con “posibles” de manera que pudo dedicarse a estudiar Derecho, y no le fue mal a juzgar por sus calificaciones. Pero no se veía trabajando en ese mundo, porque lo suyo era haber nacido para no parar quieto y -menos aún- uniformado con traje y corbata, así que tras terminar la carrera, con un Franco ya muerto y España mudando su piel a “la democracia vía la transición”, se largó del país a vivir como ciudadano el mundo. Con su cámara a cuestas, porque Marín se consideraba sobre todo un fotógrafo, recorrió decenas y decenas de países, nutriéndose de vivencias y experimentando situaciones que la mayoría de nosotros sólo podemos leer en los libros de aventuras y ficción.


Uno de los primeros lugares en los que recayó, fue en Afganistán en plena eclosión del conflicto afgano con la extinta URSS. Llegó hasta allí como la mayoría de occidentales que se decidían a arriesgarse para poder contar lo que allí sucedía: entrando en el país desde el vecino Pakistán. No dejaba de ser un jovencito occidental, lo que le hacía ya una pieza codiciada para un secuestro por el que pedir dinero a cambio de la vida del sujeto, y tuvo que enfrentar una situación de ese calado en su “estancia”. Convivió con los muyahidines, los “luchadores por la libertad” afganos (luego reconvertidos en talibán o “estudiantes de religión” etimológicamente) que se opusieron con sus vidas -y la financiación, armas y asesoramiento estadounidense- a la invasión de su tierra de montañas y valles por parte de los soviéticos, empeñados en convertir Afganistán en otro de sus patios traseros. Eso ocurrió a final de los 70, cuando la monarquía afgana fue expulsada del país (o huyeron, bajo el riesgo de morir) tras la victoria del comunismo en amplias zonas del país. Ver las imágenes de Afganistán, en concreto de Kabul, de aquellos tiempos se antoja como una película de historia-ficción: las mujeres no iban tapadas con un burka, la reína del país aparecía en televisión sin ni siquiera usar un pañuelo para cubrir su pelo, la ciudad estaba surtida de cines y salas de baile y clubs de donde salía el sonido liberador del Jazz. Comparándolo con el momento actual, donde Kabul parece una ciudad propia de la edad media y con las mujeres enterradas en normas religiosas que las hacen esclavas invisibles, es inconcebible que esa libertad reinase en aquel lugar hace 40 años.





Pero el ambiente de libertad y carrera por la modernización que se respiraba en el Kabul de los años 70, no tenía mucho que ver con el resto del país, donde las condiciones de vida eran durísimas y la religión, uno de los grandes pilares sociales. A pesar de esa importante base religiosa, la ola de comunismo de aquellos años tuvo forma de calar en aquella población, con los mismos cuentos que lo ha hecho en otros muchos lugares del mundo aprovechándose de las malas condiciones de vida de sus partidarios, con la promesa del sueño de un mundo “justo” y de hermandad que siempre termina convertida en la pesadilla de un colectivismo forzoso en el que se aplasta la libertad del individuo. Esa diferencia de realidades entre la capital y las grandes ciudades y el 80% de la población afgana que vivía en el campo, fue la pólvora que impulsó el comunismo en el país y desembocó finalmente en la invasión de Afganistán por parte de la URSS.


Y allí estaba Javier Marín, con su cámara de fotos y enviando crónicas a los medios, en la época en que Internet estaba aún por imaginarse, y cuando todavía se pagaba bien el trabajo de aquellos que arriesgaban sus vidas para estar en esos lugares de conflicto. También estuvo en el Líbano, pocos años después, y dejó un estupendo legado de su paso por aquel país y de su producción de cannabis y del mítico hashís “rojo libanés”, que se puede encontrar en el libro “El Barril De Diógenes” (Ediciones Amargord) en el que narra sus aventuras de aquellos años con extremo lujo de detalles.



Javier Marín, Kalashnikov en mano, entre dos muyahidines 

en la guerra de Afganistán y la URSS en los años 80.


En esa línea de peripecias por distintos países, acabó recalando en el sudeste asiático, donde conoció a una de sus compañeras de vida de la que nunca se separó del todo: la heroína. Su relación con esta sustancia en aquellos años, en que no éramos plenamente conscientes de los riesgos que entrañaba su uso y abuso, le granjeó problemas de todo tipo hasta verse convertido en un esclavo por mafias de la droga y que le llegaron a pedir favores sexuales a cambio del estupefaciente, cosa que parece que fue un último revulsivo para pedir ayuda y conseguir salir de esa situación y aquellos países. Para ello, para escapar de aquello, tuvo que contar con la que fue una de las mujeres de su vida, que trabajaba para los servicios de inteligencia españoles, pero con los servicios secretos de ese tipo nunca sale nada gratis y siempre le pedían información a cambio de la ayuda prestada, aunque Javier siempre dijo que no facilitó nada relevante y que no colaboró con ellos.


Tuvo también una relación especial con Vicente Ferrer y su misión humanitaria en la India, quien le acogió y le cuidó aceptándole con sus peculiaridades, lo que produjo una importante marca psicológica en Javier. Vicente había llegado a la India en 1958 como Jesuita, aunque abandonó la orden en 1970 pero siguió con su trabajo humanitario de la misma forma. Se casó con una cooperante británica, Anna, y tuvieron 3 hijos, un niño y dos niñas. De esta relación especial entre Vicente Ferrer y Javier Marín, nació un libro escrito por Javier que se llama “Adiós al monzón”, también publicado por Ediciones Amargord, y un artículo a página completa escrito por Javier y publicado por el diario “El País”, del que Javier se sentía especialmente orgulloso.


Finalmente, con el peso de la edad encima y una salud bastante debilitada, Javier acabó asentándose en España. Vivió lo que fue el fin de la “época de oro” del papel (referida a lo que se pagaba a los autores que publicaban textos o fotos en aquellos años) y la llegaba arrasadora de Internet como un elemento que cambiaría todo. Y eso fue algo a lo que Javier no supo ya adaptarse: Internet le confundía y le perdía, no se relacionaba bien con ello. Sin embargo su extenso y nutrido currículum le permitió seguir ganándose la vida con colaboraciones con distintas revistas del medio cannábico. Y no ganaba poco en un principio!! Un amigo común me contó que había un autor que les sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes con sus textos y fotos, pero no me reveló quién era. Tiempo después, Javier pasó brevemente por la dirección de la revista Yerba cuando esta -tras un periodo en que había sido “arrendada” al grupo HempTrading- volvió a manos de Miguel Pedregal (el creador original de la franquicia). Y es ahí donde Javier y yo coincidimos por primera vez: él como director y yo como colaborador.





La verdad es que yo tenía a Javier en un altar, tras haber leído su libro “El Barril de Diógenes”, por su curtida experiencia vital y su íntima relación con las drogas, especialmente cannabis y también la heroína, aunque de esta última renegaba siempre en público y se presentaba como alguien limpio de cualquier rastro de dicha sustancia. Como director fue de los peores que conocí, ya que su capacidad de organizar y coordinar a los diferentes colaboradores era muy mala. Su gran obsesión -que nunca entendí viviendo en el mundo en que los ordenadores hacen casi todo con tocar un par de teclas- era que le entregásemos los textos en determinado formato de letra y tamaño, algo que se podía cambiar en segundos sin problema por parte de cualquiera. Y en los primeros números que él dirigió de la revista Yerba, muchos vimos cómo desaparecían las colaboraciones que habíamos enviado para el mes, y cómo otros textos (de su manufactura, firmados o no por él) ocupaban el espacio que debía ser de otros. ¡Ahí fue cuando entendí que era él quien le sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes! Y finalmente, nuestro amigo común, me lo confirmó.


Duró poco como director por su falta de capacidad para dicho trabajo, pero siguió como un colaborador principal de Yerba amén de otras publicaciones. Se especializó en dar una imagen de hombre totalmente “naturalista” y alejado de lo químico, en esa extraña concepción de que lo químico no es natural que se mueve en muchos ambientes, cannábico incluido. A veces tenía ideas de “bombero torero” y recomendaba cosas que, aunque a oídos de quien no tuviera formación podían “colar”, eran auténticos despropósitos. Por ejemplo, en una ocasión le llamé para preguntarle “cómo coño recomendaba a la gente disolver arena en agua y aplicarla a la planta de cannabis con un nebulizador, si el sílice (la arena) es totalmente insoluble en agua”, y él me reconocía el sinsentido pero argumentaba cosas como que era “sabiduría ancestral” o que tal o cual práctica surrealista venía de alguna civilización antigua.


En esos momentos, Javier había perdido contacto con gran parte de las personas y familiares que conformaron su vida y, aunque seguía vendiendo una imagen de hombre con una apuesta radical por “lo natural”, era un consumidor (ocasional, cuando el dinero se lo permitía) de droga como heroína y cocaína, regados por litros de alcohol barato.


Y unos meses después de que Javier dejase la dirección de Yerba, yo volvía de un viaje a Marruecos (en el año 2016) y había dejado el coche en el puerto de Algeciras. Eso me permitió volver dándome un largo paseo por la península, visitando lugares y personas que me apetecía ver y conocer. No sé cómo, Javier se enteró de ello (creo que fue a través del sobrino de Miguel Pedregal, que también trabajaba en “la empresa” que era Yerba en ese momento) y se puso en contacto conmigo para que al pasar por Málaga, donde residía en aquel momento, pudiéramos vernos. Y yo accedí.





Al fin nos teníamos cara a cara, tras haber escuchado todo tipo de peripecias el uno del otro por parte de terceros comunes, y teníamos mucho de lo que conversar. Yo apasionado por su historia y él deseoso de actualizarse e intentar adaptarse mejor a la realidad que el huracán de Internet había dejado al barrer el papel y convertir casi todo en publicaciones on-line, por no hablar de las redes sociales en las que Javier se veía incapaz de moverse.


Sin embargo, al cabo de estar unos minutos en mi coche, y preguntar dónde íbamos, Javier me “invitó” sibilinamente a ir a un punto de venta de drogas. Yo accedí, sin problema ya que soy un consumidor que nunca ha escondido dicha condición, y en unos minutos nos vimos en un piso de una barriada periférica de Málaga, comprando base de cocaína y heroína. Me contó que allí tenías que comprar esas cosas antes de la noche, porque después “no servían”. Eso es algo casi imposible, ya que la noche es esencial para esos negocios y es el momento de mayor funcionamiento, pero seguramente ese punto era uno de los pocos a los que a Javier le quedaría acceso, acuciado por deudas de todo tipo contraídas por su difícil gestión de su relación con esas drogas. De hecho, Javier me llevó allí a pillar, pero él no tenía dinero para pagar... así que asumí yo el coste como parte de una invitación algo engañosa, pero que entre yonquis no iba a tenerle en cuenta, dada su situación.


Minutos después estábamos en una escombrera a las afueras de Málaga, por unos caminos de tierra donde nos podíamos sentir más o menos a salvo de la aparición de una patrulla de policía que nos estropease el momento. En el coche, mientras hablábamos y escuchábamos música, consumíamos fumando sobre plata las drogas compradas. Y fue en ese momento cuando Javier empezó a hablar sobre ciertas ideas suicidas y su malestar y dolor en relación a la vida, a verse como se veía en ese punto especialmente si lo comparaba con lo que había sido su vida en otros momentos. Y no le faltaba razón.


Yo no tenía claro si me iba a quedar mucho más en Málaga o si cogería un hostal y saldría a la mañana siguiente hacía otro lugar en mi vuelta lenta a Salamanca. Pero Javier se empeñó en que me quedase “en su casa”, y yo acepté por pasar algo más de tiempo con él y no dejar a medias el asunto que se había abierto en la conversación entre vapores de coca y caballo.


Llegamos a su morada, y la imagen fue dolorosamente impactante. El lugar, con un salón, una habitación, cocina y baño, estaba inhabitable por la basura y la suciedad acumulada. Cubierto de restos de basura, comida en mal estado y, sobre todo, cartones de vino y botellas de cerveza y otros licores. Las ventanas cerradas o prácticamente cerradas, terminaban de hacer la estampa durísima, sin luz, sin esperanza. Era como vivir en un sepulcro, muerto en vida en una leonera similar a las usadas como refugio de yonquis y borrachos sin casa.


No quise incidir en ese aspecto en aquel momento, y me limité a -mientras íbamos charlando de distintas cosas- ir limpiando poco a poco el lugar, al menos para hacerlo habitable para el invitado que era yo esa noche. Cociné algo, no recuerdo qué, con comida comprada para subsistir en un supermercado que estaba abierto tras nuestro rato de intoxicación compartida en aquel vertedero. Y ya en la casa, terminamos de fumar lo que nos quedaba de la droga comprada, aderezado con hashís que yo había traído de Marruecos y que hizo que Javier decidiera retirarse a su habitación y caer dormido. Yo, insomne como soy, me quedé mucho más tiempo despierto, reflexionando sobre el shock que había supuesto ver la realidad en que vivía ese hombre y su estado mental.


La casa en la que vivía era en realidad propiedad de una señora que tenía una buena casa al lado de esta construcción, en la misma parcela. El lugar era idílico, y podías observar el mar y unos atardeceres impresionantes. Y la construcción donde vivía Javier era bonita y estaba en buen estado, en lo que al inmueble se refería. Era Javier el que había convertido aquel lugar, que habría sido el sueño de muchos, en una pesadilla para cualquier ser vivo.


La señora, que caritativamente le permitía vivir gratis en ese lugar, era una mujer de más de 80 años, de religión evangelista y a la que Javier -como parte del trato o relación que mantenían- la acompañaba “al culto” y la llevaba y traía con el coche (que mantenía económicamente la señora) para las cosas que podía necesitar, ya que la casa se encontraba fuera de un núcleo urbano. Era una relación hasta cierto punto simbiótica, pero en la que Javier era un beneficiado en mayor proporción sin lugar a dudas.


La construcción que aquella buena mujer le había cedido a Javier para vivir, era un pequeño lujo. Era pequeña, y de haber estado algo cuidada, se podría decir que era hasta coqueta. Según salías por la puerta, ante tus ojos -desde un alto- tenías la bahía de Málaga desde donde se observaban unos atardeceres magníficos. Si el lugar resultaba inhóspito y poco digno para vivir era por lo que se había acumulado en su interior, que en cierta forma era el reflejo del interior de Javier: dejándose morir, rematándose poco a poco.


Ya con más tiempo y calma, me contó con más detalle su obsesiva idea de quitarse la vida. Y remató aquel discurso con que “lo único que le preocupaba era dejarle el lugar hecho un asco a la señora” (hecho un asco y con un cadáver con muerte violenta). Mi reacción fue algo dura. Mi gesto cambió y le dije que me parecía estupendo que quisiera quitarse la vida, que era parte de los derechos de cualquiera elegir cuándo y cómo quiere marcharse de este mundo, pero que no tenía ningún derecho a provocarle a la señora que le daba cobijo el daño que le supondría tener que lidiar con un cadáver (que seguramente tendría que descubrir la pobre mujer) y con toda la basura acumulada allí. Le dije que aquello era inmoral e injusto y que -apelando a la dignidad que tenía que quedarle en su interior- eso era algo que convertía un último acto de libertad en un acto de injusticia y falta de gratitud.


Supongo que a Javier le impactó que yo no tuviera nada en contra del suicidio, ni del suyo ni del de nadie (cuando es algo meditado, consciente y elegido en libertad), pero que sí lo tuviera en contra de las formas que planteaba y las consecuencias para terceros. Y desde ahí poco a poco fuimos entrando en materia, explorando las razones que le hacían barajar la idea de matarse de forma tan insistente. Entre aquellas razones estaba su situación económica, que estaba deteriorada seriamente (tenía que cobrar los trabajos que hacía en una cuenta bancaria de una de sus hijas para que Hacienda no le pudiera quitar dinero, de multas o de deudas que hubiera acumulado en su devenir vital).


También le dolía tener que representar la imagen de algo que no era. Me explico. Javier era un hombre que amaba la naturaleza y que tenía una relación especial con la planta del cannabis que se había forjado a lo largo de toda su vida. Eso no tenía nada de falso y era así. Pero al mismo tiempo Javier tenía una relación especialmente íntima con la heroína (y derivada de ella, con la cocaína, que suelen consumirse fumadas juntas ahora que el uso de la vía intravenosa es totalmente residual y marginal) y ello era algo que tenía de ocultar.


¿Por qué?

Javier vivía esencialmente de su relación con el mundo del cannabis español, sus medios escritos y las empresas que dominan el cotarro. Y en ese mundo del cannabis -que al ojo inexperto le puede parecer tolerante y lleno de buen rollito- existe una caterva mayoritaria de ignorantes y talibán cannábicos que afirman estupideces como que el cannabis no es un droga (sino que es una planta “sagrada”, como si fueran asuntos excluyentes), que fumar o consumir cannabis es buenísimo para infinitos males y que carece de daño alguno (cosa falsa en el cannabis e incluso en el agua de manantial: todo tiene efectos secundarios, lados positivos y negativos) y, derivado de esos postulados del ultra-naturalismo más obtuso, que ellos no tienen nada que ver con los “yonquis” que consumen drogas (entendiendo por “drogas” todo lo que no consumen ellos en tu mundo naturaloide cannábico).


Es decir, dentro de ese mundo del cannabis existen centenares de “guardianes de las esencias y la verdad” que se dedican a señalar y a hablar por la espalda de aquellos que, oh pecadores, violan los preceptos de esa religión que han montado en base a una más de las plantas psicoactivas que la vida nos ha regalado. Y en ese contexto, Javier y su antigua pulsión por el consumo de opiáceos, eran algo que no encajaban. Así que, valorando pros y contras, llegó un momento en que Javier ocultó a todo el mundo esa parte de su vida: él era un cannábico de pro, y bajo ningún concepto tomaba otras drogas (estas sí, dañinas para la salud).


Los pocos que sabíamos de su uso de heroína y cocaína, éramos (un pequeñísimo puñadito de personas) aquellos que somos consumidores “públicos”, no por hacer exhibición de nuestro consumo sino por tratarlo como un hecho más y sin mostrar miedo alguno a revelarlo. Yo consumo heroína (y cocaína y una ristra interminable de drogas diversas) cuando me da la gana, y me la trae absolutamente floja lo que de ello piensen los demás. Me importa una mierda como un castillo que me califiquen de yonqui o de santo místico, y vivo estupendamente así: fuera del armario de lo “drogófilamente correcto”.


Como yo hay algunas otras personas conocidas en España, que aceptan sus distintos consumos sin problema alguno y sin plantearlos como algo “excepcional” o como algo “que ocurrió en el pasado por falta de información”, pero vivir una vida acorde a esa elección (la de no meterse en ningún armario por lo que decidamos consumir) a veces trae inconvenientes cuando topas con los talibán del cannabis. Resulta especialmente doloroso que sean los cannábico (o una buena parte de ellos) los que presentan esas actitudes menos comprensivas y más intransigentes con los consumos de los demás. ¿Por qué? Porque duramente muchas décadas el consumo de cannabis era tan incomprendido y vilipendiado como el consumo de otras sustancias, y ese hecho solía provocar en quienes eran integrantes de la “cofradía del papelillo y el mechero” una empática solidaridad con otros que también sufrían por el hecho de ejercer su libertad y elegir consumir tal o cual sustancia. La única norma implícita en aquellas relaciones de tolerancia absoluta (que se vivió durante décadas en España) era la de que lo que tú hicieras no revirtiera en daño para otras personas.


Pero como digo, aquello mutó bajo el neo-paradigma del ultra-naturalismo y acabó siendo una especie de religión excluyente en la que quienes comulgan con tu mismo sacramento son aceptados, y los que se salen de la ortodoxia del nuevo pensamiento, son herejes que “no deberían estar entre los puros”.


Y Javier sufrió, durante muchos años, la disonancia cognitiva y vital de tener apetitos farmacológicos que su entorno difícilmente iba a aceptar. Además en su libro “El Barril De Diógenes”, daba por zanjada su relación con las drogas de ese tipo, en algo que era más el querer dar una imagen útil que el hecho de contar honestamente una realidad.


Así que quienes sabíamos de los gustos de Javier, siempre recibíamos el aviso insistente de que “por favor, bajo ningún concepto, dejásemos que esa información se escapase de nuestro fuero”, porque él se veía seriamente amenazado por ello.


Como último punto que recuerdo, en lo relativo a las razones que hacían que Javier no se sintiera en plenitud y sobrada capacidad (como había tenido gran parte de su vida en situaciones que, al resto de mortales, nos habrían superado) era el choque con las nuevas tecnologías. Javier no era tan mayor, pero su mente estaba hecha de letras escritas sobre papel, y no de relaciones establecidas con una conexión de Internet con decenas o centenares de diversos actores. Por supuesto que era capaz de manejarse con asuntos como el correo electrónico, pero todo lo que fuera más allá de ello, eran terrenos en los que Javier se sentía totalmente perdido.


Yo soy de la última generación que nació sin ordenadores. En cierta forma, la última generación “libre” que tiene conceptos arraigados de intimidad y privacidad, en toda su amplitud. Y desde muy pequeño empecé a acercarme a esas máquinas que eran antaño los computadores (cuando valían millonadas al cambio de hoy día) y aprendí a “hablar su idioma”, aprendí a programar en distintos lenguajes y fueron un juguete más de mi infancia-adolescencia, pero uno más: no eran relevantes hasta el punto que lo son hoy día. En ese sentido, podía comprender a Javier. Plantar a un hombre como Javier delante de Facebook o de Twitter, era someterle a una cascada de nuevas ideas, conceptos que necesitan un tiempo de asimilación, y toda una nueva cosmogonía en la que los “nativos digitales” se mueven sin fricción, pero los que somos de generaciones anteriores, no lo tenemos incorporado de forma casi innata.


Aún así, yo era consciente de que Javier necesitaba abrirse al mundo y que la única forma que tenía de hacerlo (que pudiera resultarle pragmáticamente provechosa) pasaba por el acercamiento y manejo -aunque fuera bajo mínimos- de ciertas redes sociales, como podían ser los foros especializados o Twitter en aquel momento.


Así que, procurando aportarle algo a Javier en ese par de días que íbamos a pasar juntos, le enfrenté al asunto. Lo hice con mi ordenador, porque -si la memoria no me falla- él tenía un viejo ordenador que estaba totalmente desactualizado y que no funcionaba en algunas partes esenciales. Le dediqué toda una tarde, delante del mi ordenador yo mientras le iba mostrando aquello que desconocía y le producía inseguridad, y Javier con un cuaderno donde iba apuntando datos, cosas como nombres de usuario y sus correspondientes claves, cómo seguir a otras personas en Twitter, cómo buscar información relevante para él....etc.


Aún con eso, yo era consciente de que nadie puede asimilar tanta información en tan poco tiempo, así que me comprometí a seguir llevándole de la mano en sus primeros pasos en ese otro mundo de lo virtual, desde nuestra conexión telefónica (y por email, cuando tenía acceso). Le dejé como encargo sine qua non poner su ordenador en condiciones de correcto funcionamiento y, a ser posible, conseguir un teléfono que le permitiera manejarse en esas redes también: tenía que hacer que Internet se integrase en su bolsillo, en su quehacer diario, para volver a estar conectado al pulso de los tiempos que nos tocaba vivir.


Aparte, como curiosidad, le expliqué algunas de las ideas de negocio que yo estaba barajando enfrentar (mezclando mi relación con el mundo cannábico y mi conocimiento extenso de Marruecos por las décadas que llevaba viajando al país), y cómo una persona como él -con un bagaje que tumbaría a cualquier aspirante a principiante que se quiere mover entre dos continentes y dos culturas distinta- sería alguien de gran ayuda y que podría aportar mucho a lo que yo por aquel entonces estaba desarrollando. Eso le ilusionó sobremanera: imaginarse útil de nuevo, recorrer otra vez aquellos lugares que recorrió casi 4 décadas atrás (le impresionaban las fotos que yo traía de lugares que él había conocido como pueblitos de pescadores y que ahora parecían Benidorm), y relacionarse de forma directa y activa con nuevas personas dándoles un servicio útil y cobrando dignamente por un buen trabajo.


Todo aquello fue como un soplo de aire vital en unos pulmones asfixiándose, que le hizo -al menos por una época- imaginar un futuro mejor y en una actividad que le resultase satisfactoria, lo cual -para alguien que lidiaba a diario con el pensamiento de quitarse la vida- era algo de un valor superior a cualquiera de las cosas que quedaban ante su visión de la vida en esos momentos.


Llegaba el momento de mi partida, de seguir viajando hacía arriba en la península y, poco antes de despedirnos, Javier buscó entre sus cosas y sacó un ejemplar nuevo de “El Barril de Diógenes”. En ese momento le recordé que ya tenía un ejemplar, pero me dijo que ese iba a ser especial. Cogió un bolígrafo y, de espaldas a mí, escribió una dedicatoria en el libro, firmó y me lo entregó.


Yo lo abrí inmediatamente y leí la dedicatoria: “Para Al. Gracias por todo lo que tú y yo sabemos. Hasta siempre.”





Y ya que no compartíamos ningún secreto especial -salvo lo hablado en esos días- comprendí, con el acento grave que su rostro daba a la situación, que me agradecía haberle llevado una nueva perspectiva a su posición vital agotada y de rendición, que estimaba el tiempo que dispuse para escucharle -en esos temas relativos a la muerte elegida- y a analizar con él las razones que le llevaban a ese punto, y a haber dedicado un tiempo a enseñarle que había nuevos caminos y formas de hacer las cosas a las que tenía que acostumbrarse si quería seguir en “el juego”.


Eso sería el “todo lo que tú y yo sabemos”, aunque según me fui alejando en mi coche me invadió una cierta sensación de que había “rescatado” a alguien de una decisión sin retorno en el último momento. Posiblemente sus cavilaciones sobre el suicidio estaban ya maduras y tal vez sólo le hubiera hecho falta el momento puntual de esa mezcla de fuerza y desesperación que sirve para poder afrontar el hecho de renunciar a seguir respirando.


De todas formas, al mismo tiempo, era consciente de que por un lado las cuestiones que expresó Javier en nuestros días de charlas, iban más allá de lo circunstancial y puntual, y que en cierta forma eran un sumatorio de miles de pequeños (y no tan pequeños) dolores en forma de decepciones y de justificada misantropía. Era consciente de que lo que Javier planteaba, al expresar con iluminada lucidez que ya había tenido suficiente dosis de una vida que no le llenaba, era algo que había calado hasta el hueso de su existencia. Cambiar y mejorar su entorno, su rutina y sus perspectivas, podrían darle un mayor peso al lado de la balanza que sopesaba lo positivo de seguir viviendo, pero no iban a eliminar el posicionamiento filosófico al que había llegado y que le empujaba a dejar de vivir como forma de huir del sufrimiento íntimo que arrastraba.


Recuerdo que antes de irme de Málaga, comenté la situación con un amigo íntimo (que también era un fan de Javier Marín tras haber leído el libro con sus increíbles peripecias) y le expresé tanto mi preocupación por lo que había visto como el hecho de que -si se agarraba a un cambio positivo como el que parecía haber vislumbrado con lo que yo compartí con él- también existía la posibilidad de “salir de ese agujero mental” y volver a tener una vida que disfrutar en lugar de sólo sufrir. Mi amigo me preguntó, en un ofrecimiento claro de ayuda para Javier, si el problema en general se podía mejorar o solventar con dinero (que él estaba dispuesto a donar desinteresadamente). Y no tuve otra opción que decirle la verdad: no era algo que el dinero pudiera arreglar, y que incluso en la situación en la que estaba, el dinero podía tener el efecto de regar con gasolina un incendio hasta llevarlo a la catástrofe. El dinero hubiera sido útil más adelante, cuando se hubieran dado pasos propios que denotasen una intención sólida de cambiar los aspectos más dañinos de una vida que buscaba claudicar.


Ya de regreso en Salamanca, incrustrado en la rutina habitual, empecé a hacerle un cierto seguimiento a Javier en el que hablábamos ocasionalmente por teléfono y yo le seguía pidiendo que diera pasos claros en el tema de Internet y las redes sociales, ya que necesitaba -a mi juicio- volver a ser visible en un mundo que se movía ya en esas otras coordenadas.


Consiguió poner a funcionar su ordenador, con tiempo (esto no era algo que en los ritmos de Javier fuera de un día a otro) y llegó a abrirse una primera cuenta en Twitter. Sin embargo, no era capaz de entender el concepto y el funcionamiento de las redes sociales, que chocaba con la mente de un hombre que era de otra época. Hubo un día en el que recibí una llamada de Javier, preguntándome por qué no le contestaba los mensajes que me había enviado por Twitter. Yo le dije que no tenía ningún mensaje suyo, y él me insistía en que los había enviado. Finalmente, tirando del hilo, llegué a ver qué era lo que había hecho. Simplemente había abierto una cuenta en dicha red social, y nada más abrirla había escrito un tuit que decía “Mu buenas Al!”. Y poco después, otro en que decía “Hola Al. Me recibes?”. Pero claro, esos tuits los había lanzado al aire, con la esperanza de que por algún mecanismo mágico que él no alcanzaba a comprender -pero que creía funcional por la idea que había destilado del tiempo que dediqué a mostrarle un poco el mecanismo de Twitter- llegasen a mi persona, yo los leyera y lógicamente se los contestase. Aquello era la confirmación de que ayudarle, aunque sólo fuera en los aspectos técnicos más básicos del asunto, iba a requerir mucha paciencia y mucho tiempo.





Y poco a poco con otra cuenta -porque al cabo de un par de días perdió la clave de esa primera que abrió y no supo recuperarla- se fue instalando en el mundillo de las redes sociales. Aprendió a contestar correctamente (a nivel técnico) a los usuarios, a tener una “bio” gráficamente interesante (que al menos tuviera una foto suya), y a subir contenidos con cierta regularidad, para lo que eran sus tiempos y ritmos.


En aquel momento yo ya escribía para la web de la empresa que había tenido arrendada la Revista Yerba, y que habían pasado a tener sólo presencia en el mundo digital. No recuerdo qué había sucedido entre Javier y ellos pero “algo no positivo” había ocurrido en su relación, y Marín no estaba entre quienes les suministrábamos contenidos. Pero recuerdo que en un intento de echarle una mano, hablé con la directora de la web (la mujer del jefe de la empresa, a la que él “se quitaba de encima” ocupándola en “dirigir” la página, aunque era incapaz de escribir correctamente en castellano) y conseguí que le dieran una nueva oportunidad, ya que aunque fuera simplemente contando las peripecias de su vida resultaba una fuente inagotable de textos que tenían la capacidad de enganchar al lector.


Y escribió al menos uno, no sé si dos. Pero por alguna razón la cosa no terminó de cuajar y no sacó más provecho del asunto. Sin embargo él siguió en redes sociales, hasta que tuvo la “mala idea” de expresar una opinión en un conflicto que se había generado a raíz de un texto que yo escribí (a petición del director de un conocido medio cannábico gratuito que se repartía en los Grow-shops, y con el permiso expreso de la directora de la web donde se publicaban los contenidos). El texto en sí era una forma de contarle al público cannábico las estafas y timos que un falso activista, de nombre Paco, había ido realizando durante años. Por supuesto, para evitar problemas legales, su apellido se había modificado aunque todo el mundo sabía de quién se estaba hablando. Y en ese texto, de forma accesoria aparecía un personaje que era pura ficción y que sólo servía para mantener una conversación telefónica con la protagonista, que era la excusa para hacer un repaso de los engaños acometidos por este estafador del mundo del cannabis.


Pues resultó que una ex-trabajadora de la empresa, que buscaba notoriedad y montar jaleo (ya que la habían despedido por su falta de capacidad) dijo que se sentía representada en ese personaje, y decidió montar el pollo en Twitter. No tenía sentido alguno, pero la tipa en cuestión no tenía nada que perder y quería vengarse de alguna forma de la empresa que no quiso seguir manteniendo a una ladilla, por muy mona que fuera.


Javier tuvo la honestidad de escribir un tuit opinando sobre el asunto y calificando de “niñata” a esta mala bicha, lo que provocó que ella aprovechase para lanzarse también a por Javier, consiguiendo su teléfono y haciéndole varias llamadas que grabó y con las que posteriormente se dedicó a chantajearle (haciendo incluso que tuviera que eliminar su cuenta de Twitter). Y es que Javier, cuando soltaba la lengua o cuando quería salir de un jardín en el que se había metido, no tenía reparos en “recolocar, modificar o inventar” los hechos necesarios para conseguir el objetivo. Y unas grabaciones telefónicas del pobre Javier, en las que debió de decir todo tipo de invenciones para justificarse, guiadas por una tipeja acostumbrada a manipular su entorno para obtener beneficios, seguramente contenían todo tipo de afirmaciones que, en un cara a cara con quien hubiera mencionado, le hubieran dejado en un lugar terrible y vergonzante.


De hecho, desde ese momento, Javier no se atrevió a volver a contactar conmigo (aunque yo no había escuchado las grabaciones). Finalmente supuse que prefería evitar tener que dar la cara ante mí, y explicar lo que hubiera podido inventar en esa trampa telefónica que le hicieron, aunque eso le supusiera perder lo que de positivo tenía para él todo el tiempo que le dedicaba -desinteresadamente- a ayudarle con las nuevas tecnologías, y de forma colateral en otros aspectos.


Y yo no quise insistir. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, y ahí quedó nuestro último contacto directo. Al poco tiempo, meses después, supe que Javier había conseguido contactar y hacer algunas pequeñas cosas para una marca de semillas hispana. Por terceras personas supe que pululaba por algunos eventos cannábicos, buscándose las castañas. Incluso hubo quien le dio trabajo de nuevo en el ámbito de los textos y las fotos, aún a sabiendas de que en muchas ocasiones reutilizaba las mismas fotografías que ya había vendido o que los textos no pasaban de ser refritos de otros escritos anteriormente.


Lo último que supe de él, es que una empresa de semillas catalana le había contratado de forma digna y le había dado un trabajo que, en teoría, tenía que haber sido un placer para él. No sólo tenía un contrato a jornada completa, sino que vivía en el campo (sin pagar alojamiento) y que la empresa cubría todos los gastos (incluido el seguro de su coche o las reparaciones que iba necesitando) además del sueldo que le pagaba religiosamente. Se suponía que era un punto en el que Javier había salido del hoyo vital en el que se encontraba, viviendo a salto de mata y sin poder cobrar él mismo los trabajos que realizaba (y que tenía que cobrar a través de una cuenta de una hija suya en la que él figuraba como autorizado, para evitar que las deudas y multas que arrastraba pudieran ejecutarse mediante embargo de sus activos). Escuchando lo que Javier decía querer, era razón suficiente para pensar que había llegado a un punto en el que debería sentirse feliz, al menos en lo laboral y en lo referente al entorno en el que vivía: en plena naturaleza y al cuidado de unas plantaciones de cannabis.


Pero a pesar de todo esto, Javier debía seguir enfrentándose a una vida que no apreciaba. El día 21 de abril desperté con la noticia de que Javier Marín había muerto el día antes. En principio las noticias llegaban con cuentagotas y ninguna de las fuentes abordaba la pregunta más natural: ¿cómo había muerto?


Al ver que un dato así se estaba “ocultando”, no tardé mucho en suponer que finalmente Javier se había quitado la vida. Sin embargo, pasaron bastantes semanas hasta que tuve la confirmación del hecho. Al parecer, y por los datos que me dieron sobre las circunstancias que rodearon a su muerte, Javier debía llevar tiempo preparando el suicidio. Para empezar, los sucesos ocurrieron el día 20 de abril, 4/20 en el formato inglés, y que resulta ser el “Día Internacional de la Marihuana”. No se puede estar 100% seguro de que hubiera elegido este día para provocarse la muerte, pero teniendo en cuenta su íntima relación con el cannabis a lo largo de toda su vida, es harto improbable que esto no fuera algo que tuvo en cuenta.


El método utilizado para terminar con su vida, fue una sobredosis de pastillas, posiblemente de buprenorfina. El compuesto exacto no me lo han podido confirmar, pero sí me confirmaron que usó que las pastillas que le daban como tratamiento de mantenimiento en el contexto de su conflictiva relación con los opiáceos y la heroína. Sólo se utilizan en España dos fármacos en la terapia de mantenimiento por consumo de opiáceos u opioides, y son la metadona y la buprenorfina. La metadona normalmente se administra y entrega a los usuarios disuelta en agua, en dosis preparadas de antemano, en un botecito de plástico con un número identificativo. Y la buprenorfina se entrega en pastillas. Dependiendo del usuario, de su historial y de qué fármaco se adapte mejor a sus circunstancias, se utiliza uno u otro.


Javier había estado guardando, durante un largo periodo, las pastillas que debía haber consumido a diario. Necesitó suficientes para asegurarse que funcionarían a la hora de provocarle la muerte, a pesar de la tolerancia que pudiera tener a estos fármacos. Cuando consideró que tenía suficientes y que había llegado el momento, ejecutó la última parte de su plan.


Tuvo la decencia de no llevarlo a cabo donde estaba viviendo, ya que eso habría sido un problema para la persona (el dueño de la empresa que le tenía contratado) que mejor se había portado con él en los últimos años. Encontrar un cadáver con sobredosis de esos fármacos, en un lugar donde existían plantaciones de cannabis (aunque fueran destinadas a producir semilla o a seleccionar y probar variedades), habría sido un marrón extra para esa persona.


Así que en sus últimos momentos cogió el coche, y se fue a un lugar alejado, en el campo, donde no le pudieran vincular con nadie y que lo su suicidio no dañase de forma extraordinaria a nadie. Y una vez allí, tomó una cantidad suficiente de esas pastillas como para provocarse la muerte por sobredosis. En el caso de estos fármacos, la muerte llega cuando vas quedando dormido, inconsciente y progresivamente tu respiración se hace más y más débil, hasta que dejas de respirar. Y ahí acabó todo, en la soledad de la madrugada...


Siempre tuve la sensación de que la inclinación de Javier hacia el suicidio no era debida a las circunstancias que puntualmente le afectaban, sino que era algo que llevaba muy dentro. Pero no era más que una sensación y siempre la equilibré con la esperanza de equivocarme. Aunque en todo caso, siempre respeté su opción en ese aspecto y -aunque sea doloroso- creo que es un derecho que es inherente a la vida. Uno no puede estar obligado a vivir, y menos aún cuando por la razón que sea uno esta sufriendo y no desea seguir experimentando la vida como una condena.


Y hasta aquí la historia que puedo contar de un tipo que, a pesar de la distancia que nos separó en los últimos años, era alguien digno de conocer y de escuchar por el increíble recorrido que fue su vida en los 63 años que pasó entre nosotros.


Estés donde estés, Javier, que el tiempo te sea leve.


Drogoteca.